EL OLOR DE LA HISTORIA...

Ayer volví a Guadalupe a guiar un grupo por el casco antiguo. Como por circunstancias de trabajo ahora no vivo allí, suelo irme con tiempo y aparcar al lado de la hospedería, generalmente por dos motivos: uno de ellos más mundano, el de tomarme un café en el acogedor y tranquilo patio gótico en el que la quietud y el sosiego se palpa en el ambiente y otro, más profundo, atravesar por el “atajo del Monasterio” hacia la plaza dónde quedo con el grupo y volver a sentir la belleza y, sobre todo, el olor del claustro de los milagros. Un olor que te transporta a otras épocas de un plumazo. Cierras los ojos y ves a los monjes jerónimos presurosos par no llegar tarde al refectorio y oyes como en el taller de bordados trabajan sin descanso en el último manto para la Virgen. De un poco más allá llega el ruido de las obras de la nueva sacristía y ves pasar al monje boticario, camino al hospital, con el último ungüento preparado, con olor a mercurio, para las unciones de primavera.

Un día comentando lo del olor del Monasterio con alguien conocido (aunque he olvidado quien) me saltó: ¡pero qué dices, si ahí solo huele a viejo! ¡A viejo!, madre mía, si huele a pasos de reyes, huele a artistas y a arte, huele a oficios perdidos, a peregrinos de otras épocas, a tinta y pergamino. Huele a incienso, limón y hierbabuena, huele a Europa y América, huele a fe de cristianos viejos y nuevos, a intrigas, a inquisición, a judíos y a mudéjares. Huele a guerras, dinero, disputas y poder. Huele a cantos corales y rezos matutinos. Huele a paz, a trabajo callado, a sol y a lluvia. Huele al quinto clima y a montañas verdes, a osos, a castaños, a manantiales y aljibes. Huele a murallas, cúpulas, torres, chapiteles y pasos de ronda, a pizarra, a mármol, a cal y ladrillo aplantillado… ¿A viejo… o a mil historias vividas?, así que a partir de ahora… ¿olerás el Monasterio?

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